martes, 10 de octubre de 2017

Ovidio y La Metamorfosis


Publio Ovidio Nasón, en latín Publius Ovidius Naso



Nació el 20 de marzo del 43 a. C. en Sulmona, ciudad peligna asentada a noventa millas romanas al este de la capital.



Fue el segundo de los hijos de una familia acomodada de clase ecuestre. A los doce años se trasladó con su hermano a Roma, donde recibió clases de Gramática y de Retórica con dos prestigiosos preceptores. Su hermano se mostró pronto inclinado a la elocuencia, con la que se armaban los jóvenes de posibles para abrirse camino en el Foro, primero como juristas y, luego, como políticos, pero Ovidio, a pesar de sus excelentes dotes declamatorias, se sentía más atraído por los misterios de las musas y el arte del verso.

Más de una vez, su padre lo reconvino por empeñarse en desarrollar una vocación estéril que no le deportaría fortuna ni posición, pero fue en vano.

Aunque ambos hermanos se iniciaron en el cursus honorum, la carrera que habrían de recorrer todos los ciudadanos que quisieran ocupar un cargo en la Administración, continuó escribiendo versos. A eso de los dieciocho, dio a conocer en recitales por los salones de la urbe la primera versión de sus Amores, donde canta a una enamorada ficticia, Corina.

Con diecinueve años sufrió uno de los mayores reveses de su vida: la muerte de su hermano, la cual le hurtó un pedazo de su alma, según confesó el propio poeta. Siguió, no obstante, intentando cumplir las expectativas paternas y hacer carrera, de hecho, llegó a ser uno de los triumviri capitales, encargado de supervisar las cárceles y el cumplimiento de las sentencias. Sin embargo, renunció a postularse como candidato a ocupar un puesto en la Curia como senador y escalar más peldaños en la Administración pues aborrecía las seducciones de la ambición.

Llevaba la existencia desahogada y despreocupada de la clase ecuestre. Con una casa cerca de la colina del Capitolio y una villa en las cercanías, a donde se retiraba a componer sus versos. Alcanzó gran notoriedad componiendo sus Ars Amatoria, un tratado sobre el arte de amar, datado no con anterioridad al 1 a. C. Se trata de un poema en el que mezcla el fin didáctico con un tono burlesco, mediante el que pretende adoctrinar sobre cómo seducir y ser seducido. Para él, el amor es un juego y así lo atestigua el hecho de que se casara tres veces.

Desde el 2 d. C. se embarcó en la composición de su magna obra, las Metamorfosis, la obra que lo ha elevado al parnaso de la inmortalidad con casi doce mil hexámetros para poetizar de manera magistral doscientos cincuenta mitos.




Se hallaba inmerso en ultimar su obra cuando, el 8 d. C., le sorprende un edicto del emperador Augusto, condenándolo al exilio en los confines más incivilizados del Imperio. Ríos de tinta se han vertido sobre los motivos de dicha condena. El propio Ovidio confiesa que fue a causa de un carmen et error del que se mostró muy arrepentido aunque sin dar pista alguna sobre cuál fue “su crimen”.

Sea cual sea el motivo, lo cierto es que Ovidio fue obligado a salir de inmediato de su amada Roma, olvidado a su suerte por muchos de los que antes lo idolatraban, dejando a su esposa en la urbe. Hubo de cumplir su exilio en la inhóspita Tomis, a miles de millas de Roma, en la costa oeste del mar Negro. Allí se vio obligado a soportar extremos fríos, ataques de tribus tracias hostiles, comida y aguas insalubres, sin médicos ni nadie que hablara latín.

De nada le sirvieron las sentidas cartas de petición de clemencia que envió al emperador, a su esposa y a los pocos amigos que le quedaban, para que le fuera levantado el exilio. Ni siquiera muerto Augusto, su sucesor, Tiberio, lo indultó. Ovidio murió desterrado y olvidado en el 17 d. C.

Imperecedera sería su obra Las Metamorfosis, que ya desde la Edad Media fue tomada por una especie de Biblia pagana y que fue utilizada por autores como Alfonso X, el Sabio, y el Arcipreste de Hita para componer sus obras.La lista de literatos de todas las nacionalidades que bebieron de la monumental obra de Ovidio es abrumadora: Chaucer, Shakespeare, Milton, Pope, Lord Byron, Dante, Petrarca, Boccaccio, Goethe, Rilke, Corneille, Voltaire, Baudelaire, Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca…

Incluso los compositores de música y óperas urdieron sus pentagramas bebiendo del mismo manantial: Handel, Monteverdi, Gluck, R. Strauss, Britten, o George Bernard Shaw, autor de la comedia musical Pygmalion.

Y así, con los versos que cierran su inmensa obra, traducidos magistralmente por Ramírez de Verger y Navarro Antolín, podemos concluir:

Ya he culminado una obra que no podrán destruir 
ni la cólera de Júpiter ni el hierro ni el tiempo voraz. 
Que ese día que no tiene derecho más que a mi cuerpo 
acabe cuando quiera con el devenir incierto de mi vida;
que yo, en mi parte más noble, ascenderé inmortal por encima
de las altas estrellas y mi nombre jamás morirá, y por donde
el poderío de Roma se extiende sobre el orbe sojuzgado la gente. 
Recitará mis versos, y gracias a la fama, si algo de verdad hay
en los presagios de los poetas, viviré por los siglos de los siglos.




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